16 ago 2011

El tango y la puesía

En algún momento comencé a pensar que el tango, como estilo musical nunca me entusiasmaría. A lo sumo, suponía algún momento de vejez donde la conexión con esa mirada tenue y melancólica del tango se fusionaría con los otoños de mis días.
Asumo, por otra parte, que esta situación ha cambiado forzosamente, y creo haber concluido en que en esto tiene mucho que ver Jorge Luis Borges. Sus poemas, una danza por el arrabal del Palermo del '30, las atmósferas clandestinas, de barajas mal dadas y memorias escondidas. Su lectura circula entre malevajes y ribetes de fronteras. Así son sus esquinas, elocuentes de nocturnidad. Con su farol como luna, la noche se enciende en el fondo del barrio.
Sus tangos, don Borges, son esquelas de poesía. Su ritmo, el contoneo de las rimas maleducadas, salen a borbotones del escritor pendenciero.
Interesante, que a su vejez Jorge Luis Borges haya depreciado sus años mozos, de caminatas lunares y finales insurrectos.
Leerlo es nomás, un poema tanguero, que puede escucharse silencioso, en cada rodeo de las páginas de Borges.

7 ago 2011

frenología del escritor

Ese hombre que viene caminando con la cabeza gacha. Los hombros rendidos. Bajo un cielo nuboso, las gotas repican en la acera. Ese hombre pálido. Los ojos pasean las hendiduras de su calzado. El frío le golpea el pecho. Se acomoda la chaqueta. Traspasa un bote de basura, luego a un prójimo que huele igual. Pasos titubeantes y puños inocuos para un cuadrilátero. Un débil púgil de la vida real. Se ríen a sus espaldas, le claman demencial. La lluvia arrecia y pisa sobre un charco. El pantalón absorbe el agua podrida. Ahora huele como ellos. Es como ellos, allá afuera. Desayuno, almuerzo, merienda y cena. Festejar la miseria con una amplia sonrisa. Ebrio. Vómito. Sexo vacío e insignificante, todo el paquete. Pertenecer es necesario, paralelo. Llega a la puerta de entrada y saca la llave. Antes mira hacia los costados. Menos mal, no hay nadie. Está en su casa. No lo hostigan las obligaciones, y se intoxica de ocio y libertad.

Habita en un lugar elíseo, lejos de la senescencia de allá afuera. De los techos caen estrellas fugaces. Se deslizan en su rostro como la caricia de un amante. A voluntad crea ríos de sangre, cuyas cuencas no son más que un viejo sillón. A voluntad los seca. Ese hombre frágil y temeroso ya no es tal. Erige una vívida ciudad arriba de una hornalla. Le da vuelta a la perilla. El gas se expande y prende un fósforo. Con un soplo apaga el incendio. Y los diminutos cuerpos, chamuscados, inmóviles, reciben un funerario loor. Es Dios. Más tarde sujeta una palabra en el aire. Separa las consonantes de las vocales. De sus dedos nacen tildes. Se lleva a la boca una «a» y la mastica. Los premolares la han convertido en una «z». Levita. Decide ataviar la escalera con cientos de lirios. En cada uno de sus tallos prolifera un vano. De ellos salen, como desorientados, los caminantes del Valle de la Muerte. Aún en rezo, suspicaces, creyendo en un truco del Diablo. Los vanos implosionan y comienza el peregrinaje.

Ese hombre, habita en un lugar elíseo. Es el hacedor de las letras, de las oraciones, de los párrafos. Es una mortal divinidad. Sólo denle una pluma y una hoja en blanco.

2 ago 2011

Denme más

No suelo dejarme llevar por recomendaciones. Si saco la relación entre todas las veces que me recomendaron un libro y las veces que la pegaron, me doy cuenta de que las personas quieren que yo lea lo que a ellos les gustó y que eso no necesariamente tiene que gustarme a mí. El acto de recomendar suele ser egoísta. Es un egoísmo perdonable, claro, pero egoísmo al fin. Que al otro le haya gustado a mí no me dice absolutamente nada, me tiene sin cuidado el gusto ajeno; prefiero armarme mi camino de libros y autores yo sola, a fuerza de prueba de error, por supuesto, pero ahorrando infinidad de momentos incómodos y discusiones con recomendadores compulsivos que no entienden que no hay chance de que lea Comer, Rezar, Amar, más allá de cuan transformadora, inspiradora, entretenida y atrapante sea su lectura. Pero ningún hombre es una isla, hay gente en quien confío casi ciegamente; los cuento con los dedos de una mano y no sé qué sería de mi vida de lectora sin sus consejos. El problema de transitar esta búsqueda prácticamente en soledad es que a veces no tengo qué leer y recurro a la lista -muchas veces nefasta- de libros que todo joven adulto neurótico, intelectual y al tanto de lo que sucede entre los artistas de su generación -o una más arriaba, como mucho- "debe leer". Ojo, eh, que en ese acotado canon descubrí cosas que me fascinaron, como Houellebecq o Amèlie Nothomb, tampoco me voy a hacer la anti.
En fin, toda esta vuelta para hablar de El Pasado, de Alan Pauls. ¿Vieron esas películas que tienen un cast copado y empiezan interesantes pero después uno se da cuenta de que preferiría estar tomándose un vino con amigos en vez de estar perdiendo el tiempo con algo supuestamente bueno? Bueno, más o menos eso. Devoré tres cuartos de la novela con una avidez inusual y ya estaba empezando a convivir con el prejuicio (de leer un libro típico de minita puaner cuyo sueño es ser Amèlie) cuando otra realidad me pegó en la cara: no había ni un personaje que me cayera bien, todas sus decisiones me parecían las menos sanas y cada giro de la trama los llevaba a una infelicidad aún más profunda (esto último no siempre, pero, bueno, me gusta exagerar). Yo no sé ustedes, pero a mí me cuesta MUCHO que me guste un libro si sus personajes me caen mal. Y no estoy hablando de psicópatas, gente de moral cuestionable o maldad cristalizada en seres humanos; eso me encanta. Hablo de tibios, pretenciosas y ausentes.
Releo lo escrito y siento que me es muy difícil explicar la sensación de "me caen mal". Creo que en realidad lo que me cae mal es que a la gente le gusten estos personajes. Rímini -el protagonista- no tiene pelotas, es un pollerudo, carece de motivaciones, no sabe estar solo y se deja llevar pasivamente por la corriente a cualquier lado que lo lleven. Sofía -la ex novia de Rímini- es el arquetipo de mina que necesita ser intensa, a como de lugar. Y así, todos. No se salva ni uno. Y acá es cuando debato un poco conmigo misma: ¿qué busco cuando leo una novela? ¿Quiero que me cuenten una historia? ¿Quiero sentirme identificada? ¿Quiero excelencia en el arte de escribir? ¿Quiero una moraleja? Quiero todo eso, pero por sobre todas las cosas, pretendo que me conmueva; busco ese momento en el que tengo que detener la lectura, cerrar el libro y siento que el que escribe me está agarrando del cogote mientras me grita "dale, nena, despertate". Algunas veces es un zamarreo mental, se me parte el intelecto en mil pedazos; otras, me desbordo emocionalmente: río, lloro, recuerdo, caigo en profundas nostalgias o me inundan la euforia y las ganas de salir a experimentar cosas. Con El Pasado me quedé con una historia de personas que derrapan hasta el no va más y sólo eso. Sin esperanza, sin estímulo, sin reflexión; la nada. No me interesa leer sobre personas que no se juegan por nada o que, cuando lo hacen, es por responder a intereses que van más allá del objetivo en sí.
¿Está bien escrita? Sí. Pauls escribe de puta madre. Pero no me alcanza, quiero más.
Denme más.