6 dic 2011

Lo que más me gusta de las personas son sus notas al pie

Regalé mi ejemplar de Nueve Cuentos de J. D. Salinger a un chico al que quise mucho. Se estaba por ir de viaje -uno de esos viajes que pueden cambiar perspectivas- y yo había tomado demasiado fernet. Lo saqué de la repisa y le escribí una dedicatoria que ya no recuerdo.
Hasta ese momento, Nueve Cuentos era mi preferido del autor. Uno de esos libros que al terminar dieron lugar a una especie de duelo. La gratitud por haber experimentado la maravilla y la inquietud por no saber si en los próximos tiempos caería en mis manos algo tan bello.
Este chico se iba de viaje y yo sabía que después de ese día era probable que no lo viera más. Eso mismo que me había pasado con el libro, me sucedía con él. Por eso se lo regalé, sin explicar mis motivos; simplemente esperando que lo disfrutara tanto como había disfrutado yo.
Unos meses después, revolviendo en alguna librería me topé con Levantad carpinteros la viga del tejado y Seymour: una introducción, editados en un solo volúmen por Edhasa. No sabía de la existencia de esos títulos; para mí, Salinger era Nueve Cuentos, El guardián entre el centeno y Franny and Zooey -que también había encontrado de casualidad-. Leí la contratapa, supe que era sobre los Glass y corrí a la caja.
Cómo explicar. Cómo poner en palabras. Que alguien me diga cómo.
Hay libros que son como tormentas, se llevan todo por delante, hipnotizan, relampaguean. Hay libros que son como una tarde sentada en una roca con los pies metidos en un arroyo, refrescan, relajan, acarician. Hay libros que hacen converger ambas cualidades. Levantad carpinteros... es uno.
Porque las cosas a veces llegan en el orden correcto, este libro -el único que me faltaba para terminar con la obra publicada de Salinger- apareció último para darle un cierre -y un comienzo en otros niveles más obsesivos- a mi infinito cariño por la familia Glass. El cosmos me facilita el asuntito este del timing sólo con los libros.

Al chico lo volví a ver después de que volviera de viaje. No prosperó.
Nueve cuentos los volví a comprar. Sigue resultándome fascinante.
En la última página de Levantad carpinteros..., seguido del párrafo final, escribí en lápiz y con letra redonda:
Todavía no me decido. ¿De quién me enamoraría? ¿De Seymour o de Buddy? Todos sabemos que Zooey está fuera de mi alcance. Buddy, probablemente Buddy.


20 nov 2011

No sé por qué en castellano no tenemos una palabra tan linda como "awe"

Cuando tenía cuatro años estaba segura de que este país era el mundo entero. Cuando oía que alguien decía "Estados Unidos" o "España", asumía que se trataba de localidades argentinas; quizás un poco más alejadas que Mar del Plata o Rosario, pero parte de la patria de todos modos. Una de mis tías se avivó de la falla en mi cosmovisión y me trajo un libro de tapa dura y cubierta azul eléctrico; el primer libro después de mi primera experiencia como lectora: Mafalda.
Empezaba presentando el sistema solar. Me voló la cabeza. Me hizo estallar la mente. No entendía nada, sólo sentía éxtasis. ¿Cómo nadie se había sentado a explicarme cómo venía la mano del universo? ¿Por qué habían esperado tanto? ¿Todo eso andaba dando vueltas por allá arriba? ¿Por qué no me habían avisado?
Después, explicaba el movimiento de rotación de la Luna y la Tierra -que esa tía graficaba con veladores y pelotas- y terminaba en una descripción de cada continente, con datos curiosos, ilustraciones simpáticas y la ubicación de los países y sus capitales.
Me obsesioné. Lo leí una y otra vez hasta memorizar las capitales de los países con nombre que me gustaba. Hasta tomarme lección a mí misma y recitar el orden de los planetas, desde Mercurio hasta Plutón. Hasta romperle las bolas a toda la familia con mi monólogo y la producción de té en china. Hasta que me cansé y pasé a otros libros, otros temas.
Guardé ese libro en una cajonera dentro del placard en la casa de mis padres. Un par de años después de mudarme de ahí, lo busqué. Había pasado humedad desde el baño y se había arruinado. Traté de salvarlo, pero ya tenía las hojas pegadas y estaba casi todo negro.

Si hay un libro que me cambió la vida, es ese. No tengo dudas. Y tampoco tengo dudas de que a los cuatro años suceden cosas mucho más trascendentales que a los veintiocho.

16 ago 2011

El tango y la puesía

En algún momento comencé a pensar que el tango, como estilo musical nunca me entusiasmaría. A lo sumo, suponía algún momento de vejez donde la conexión con esa mirada tenue y melancólica del tango se fusionaría con los otoños de mis días.
Asumo, por otra parte, que esta situación ha cambiado forzosamente, y creo haber concluido en que en esto tiene mucho que ver Jorge Luis Borges. Sus poemas, una danza por el arrabal del Palermo del '30, las atmósferas clandestinas, de barajas mal dadas y memorias escondidas. Su lectura circula entre malevajes y ribetes de fronteras. Así son sus esquinas, elocuentes de nocturnidad. Con su farol como luna, la noche se enciende en el fondo del barrio.
Sus tangos, don Borges, son esquelas de poesía. Su ritmo, el contoneo de las rimas maleducadas, salen a borbotones del escritor pendenciero.
Interesante, que a su vejez Jorge Luis Borges haya depreciado sus años mozos, de caminatas lunares y finales insurrectos.
Leerlo es nomás, un poema tanguero, que puede escucharse silencioso, en cada rodeo de las páginas de Borges.

7 ago 2011

frenología del escritor

Ese hombre que viene caminando con la cabeza gacha. Los hombros rendidos. Bajo un cielo nuboso, las gotas repican en la acera. Ese hombre pálido. Los ojos pasean las hendiduras de su calzado. El frío le golpea el pecho. Se acomoda la chaqueta. Traspasa un bote de basura, luego a un prójimo que huele igual. Pasos titubeantes y puños inocuos para un cuadrilátero. Un débil púgil de la vida real. Se ríen a sus espaldas, le claman demencial. La lluvia arrecia y pisa sobre un charco. El pantalón absorbe el agua podrida. Ahora huele como ellos. Es como ellos, allá afuera. Desayuno, almuerzo, merienda y cena. Festejar la miseria con una amplia sonrisa. Ebrio. Vómito. Sexo vacío e insignificante, todo el paquete. Pertenecer es necesario, paralelo. Llega a la puerta de entrada y saca la llave. Antes mira hacia los costados. Menos mal, no hay nadie. Está en su casa. No lo hostigan las obligaciones, y se intoxica de ocio y libertad.

Habita en un lugar elíseo, lejos de la senescencia de allá afuera. De los techos caen estrellas fugaces. Se deslizan en su rostro como la caricia de un amante. A voluntad crea ríos de sangre, cuyas cuencas no son más que un viejo sillón. A voluntad los seca. Ese hombre frágil y temeroso ya no es tal. Erige una vívida ciudad arriba de una hornalla. Le da vuelta a la perilla. El gas se expande y prende un fósforo. Con un soplo apaga el incendio. Y los diminutos cuerpos, chamuscados, inmóviles, reciben un funerario loor. Es Dios. Más tarde sujeta una palabra en el aire. Separa las consonantes de las vocales. De sus dedos nacen tildes. Se lleva a la boca una «a» y la mastica. Los premolares la han convertido en una «z». Levita. Decide ataviar la escalera con cientos de lirios. En cada uno de sus tallos prolifera un vano. De ellos salen, como desorientados, los caminantes del Valle de la Muerte. Aún en rezo, suspicaces, creyendo en un truco del Diablo. Los vanos implosionan y comienza el peregrinaje.

Ese hombre, habita en un lugar elíseo. Es el hacedor de las letras, de las oraciones, de los párrafos. Es una mortal divinidad. Sólo denle una pluma y una hoja en blanco.

2 ago 2011

Denme más

No suelo dejarme llevar por recomendaciones. Si saco la relación entre todas las veces que me recomendaron un libro y las veces que la pegaron, me doy cuenta de que las personas quieren que yo lea lo que a ellos les gustó y que eso no necesariamente tiene que gustarme a mí. El acto de recomendar suele ser egoísta. Es un egoísmo perdonable, claro, pero egoísmo al fin. Que al otro le haya gustado a mí no me dice absolutamente nada, me tiene sin cuidado el gusto ajeno; prefiero armarme mi camino de libros y autores yo sola, a fuerza de prueba de error, por supuesto, pero ahorrando infinidad de momentos incómodos y discusiones con recomendadores compulsivos que no entienden que no hay chance de que lea Comer, Rezar, Amar, más allá de cuan transformadora, inspiradora, entretenida y atrapante sea su lectura. Pero ningún hombre es una isla, hay gente en quien confío casi ciegamente; los cuento con los dedos de una mano y no sé qué sería de mi vida de lectora sin sus consejos. El problema de transitar esta búsqueda prácticamente en soledad es que a veces no tengo qué leer y recurro a la lista -muchas veces nefasta- de libros que todo joven adulto neurótico, intelectual y al tanto de lo que sucede entre los artistas de su generación -o una más arriaba, como mucho- "debe leer". Ojo, eh, que en ese acotado canon descubrí cosas que me fascinaron, como Houellebecq o Amèlie Nothomb, tampoco me voy a hacer la anti.
En fin, toda esta vuelta para hablar de El Pasado, de Alan Pauls. ¿Vieron esas películas que tienen un cast copado y empiezan interesantes pero después uno se da cuenta de que preferiría estar tomándose un vino con amigos en vez de estar perdiendo el tiempo con algo supuestamente bueno? Bueno, más o menos eso. Devoré tres cuartos de la novela con una avidez inusual y ya estaba empezando a convivir con el prejuicio (de leer un libro típico de minita puaner cuyo sueño es ser Amèlie) cuando otra realidad me pegó en la cara: no había ni un personaje que me cayera bien, todas sus decisiones me parecían las menos sanas y cada giro de la trama los llevaba a una infelicidad aún más profunda (esto último no siempre, pero, bueno, me gusta exagerar). Yo no sé ustedes, pero a mí me cuesta MUCHO que me guste un libro si sus personajes me caen mal. Y no estoy hablando de psicópatas, gente de moral cuestionable o maldad cristalizada en seres humanos; eso me encanta. Hablo de tibios, pretenciosas y ausentes.
Releo lo escrito y siento que me es muy difícil explicar la sensación de "me caen mal". Creo que en realidad lo que me cae mal es que a la gente le gusten estos personajes. Rímini -el protagonista- no tiene pelotas, es un pollerudo, carece de motivaciones, no sabe estar solo y se deja llevar pasivamente por la corriente a cualquier lado que lo lleven. Sofía -la ex novia de Rímini- es el arquetipo de mina que necesita ser intensa, a como de lugar. Y así, todos. No se salva ni uno. Y acá es cuando debato un poco conmigo misma: ¿qué busco cuando leo una novela? ¿Quiero que me cuenten una historia? ¿Quiero sentirme identificada? ¿Quiero excelencia en el arte de escribir? ¿Quiero una moraleja? Quiero todo eso, pero por sobre todas las cosas, pretendo que me conmueva; busco ese momento en el que tengo que detener la lectura, cerrar el libro y siento que el que escribe me está agarrando del cogote mientras me grita "dale, nena, despertate". Algunas veces es un zamarreo mental, se me parte el intelecto en mil pedazos; otras, me desbordo emocionalmente: río, lloro, recuerdo, caigo en profundas nostalgias o me inundan la euforia y las ganas de salir a experimentar cosas. Con El Pasado me quedé con una historia de personas que derrapan hasta el no va más y sólo eso. Sin esperanza, sin estímulo, sin reflexión; la nada. No me interesa leer sobre personas que no se juegan por nada o que, cuando lo hacen, es por responder a intereses que van más allá del objetivo en sí.
¿Está bien escrita? Sí. Pauls escribe de puta madre. Pero no me alcanza, quiero más.
Denme más.

6 jul 2011

El oficio de encontrarse frente a la hoja en blanco

Lo primero que se me mencionó cuando se me acercó la propuesta de ingresar al Blog fue la idea de hablar sobre literatura, compartir lo que refiere al oficio de leer y escribir.
Por ello comparto con ustedes una de las formas de expresión con la que más me encuentro a mí misma en ese sentido: la poesía. Y expongo una que, particularmente, remite a la difícil tarea de enfrentarse a la hoja en blanco.


Cuento esclavo


Cuento esclavo de sus manos afiladas

y su pensar constante en el blanco y la nada,

a llenar por las letras en el aire

y ser parte de un tiempo

en la escritura de sus ansias.

Se sienta y desea,

desea y respira.

Agitado con los dedos empapados en tinta

que son testigos de un eureka

cuando caen las siluetas en el papel.

Indescriptible su valentía de empeñarse en el acto de los relatos,

de las artes del pensar y sentir,

y escribir y soñar.

Porque es onírico el despliego de su estética cautiva

y su diálogo de ideas y premisas.

Piensa, continúa y piensa.

Agita sus brazos como pianista ejecutando una partitura estrepitosa.

Piensa, se retuerce y piensa…

Y se expone en el retazo,

desnuda su alma ante el destinatario implícito de su texto.

Piensa, se obliga y piensa…

Se perturba cuando, indeciso, pierde el hilo

y le gana la impaciencia.

Se renueva y retoma,

insiste y persiste

hasta el último punto de la obra.

Sus hombros caen,

pestañea.

Estupefacto, observa su legado,

orgulloso, cansado.

Relee, se asombra satisfecho

y vacío ya de impulso.

Abandona el cuento esclavo y lo libera

a quien pudiera,

lo libera y se despide.

1 jul 2011

Prologo de prologo

"El temor de incurrir en prematuras o parciales revelaciones me prohíbe el examen del argumento y de las muchas y delicadas sabidurías de la ejecución"
Prólogo a la Invención de Morel de Adolfo Bioy Casares


Tengo un problema con los prólogos. No sirven. Casi siempre están mal escritos, aunque ese no sería el principal problema. Lo grave es que ya están leídos. Quiero decir, sus autores son -siempre que su propia ética lo permita- lectores de la obra prologada. Esta verdad de perogrullo (cómo agradezco este blog, por haberme permitido utilizar por vez primera esta palabra!) es fatal para el lector desatento. Justamente es la condición de lectura previa, la que obliga al prologuista a ensayar garabatos altisonantes para mostrar al lector, cuánto sabe aquel, sobre la obra de este, y justificar con ese palabrerío infame su firma al final del texto.
Cel afirma, con sabiduría mayúscula, que es indispensable negar y pasar por alto los prólogos. Ortodoxa de la lectura, llega a negar también las contratapas. En lo que le por completo la razón. Ahora también considero que es necesario en algún momento decir algo sobre la responsabilidad editorial al incursionar en prólogos que claramente, son por su naturaleza o por impericia, claros epílogos contantes y sonantes...
Pero como aquí la cuestión es negar todo lo afirmado (quizá como método analítico de Praxis...) la invención de Morel tiene por sobre todas las cosas, uno de los más perfectos prefacios que yo haya leído nunca. Quizá por tratarse de un gran libro, es posible, sin negar esto (porque de lo que se trata, reitero, es negar siempre lo afirmado) que sea más bien producto de un autor fundamental: Don Jorge Luis Borges, quien obliga, a quien suscribe, arrojar algunas lineas en torno a este.
La lectura sencilla y plácida por donde Borges recorre sus lineas son de una soltura que nos pasea por la trama de la literatura universal en márgenes escuetos. Llega uno al final, con la poros abiertos, los ojos dilatados y la respiración agitada. Es que, lector universal, Borges urge a quien lee, a vuelta la página, para tomar contacto con esa obra que está a nuestro alcance y que sólo Borges es el obstáculo.

Y si me veo obligado a citar la frase final de este bello prólogo,  "He discutido con su autor los pormenores de su trama, la he releído; no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta", sabrá disculpar el lector; es que nunca me he considerado un buen prologuista.

25 jun 2011

II Encierro Post-Moderno

Sobre “El hombre es un lobo para el hombre.” de Thomas Hobbes - Leviatán

Te levantás, el sueño dejó de ser y el mundo inteligible, abstracto, que pareció tan cierto durante un lapso incalculable, se esfumó. No sabés si fue real o no, si es más real que esa mano, esa que te mirás, tan tuya, tan distinta a vos. Te levantás, caminás con lentitud, te encontrás con el espejo, ¿estás acá, de este lado o estás allá, lejano, tras el umbral de cristal impenetrable? Mirás tus marcas, tus arrugas, tus lunares y pecas, te ves todo, le atribuís a la diferencia de eso que ves con lo que hay en tu memoria el efecto de algo que llamás tiempo. Afuera te espera el día y con el día el trabajo, los transportes públicos o tu medio privado de trasladarte, un almuerzo, un té, ese café y la cena, quizás nada, quizás salgas del departamento o de la casa y haya nada. El cuarto es pequeño, la ciudad parece grande, el país más grande aún. El país tiene la política, la corrupción, el juego, los deportes, el dinero, la materia. Sentís angustia. Sentís cansancio. Sentís enfado, un enfado que de a poco te carcome y te convierte en odio. Sos odio, ¿por qué todo tiene un nombre? Si esta mesa no fuera llamada mesa, tampoco habría forma de designar el malestar, pero ahora está la palabra, y con la palabra la idea, y con la idea la emoción que ella conlleva, y con la emoción este repetido acto fatal que te encierra y comprime ¿Qué podés hacer? Esa mesa se alarga y distorsiona, era gris y ahora es negra, se mueve, trepa por la pared de tu cuarto. Las marcas en tu cuerpo se desbordan, ya no es un sueño, es tu día de trabajo que se ha hecho fuego, y es tu almuerzo y tu té y tu cena que danzan como brujas alrededor tuyo. Vos estás atado al centro, inmóvil. La ciudad no espera, el país tampoco, entran por la puerta y te envuelven y sofocan. Te ahogás. La angustia, el cansancio, el juego, el deporte, el dinero, la materia, vuelan por los aires y la atmósfera se densa. Tenés pánico. Sentís horror. Gritás. Quizás, tal vez, podría, sería, estaría. Y no estás. Sos. Volvés a tu cama y te cubrís con la sábana. Cerrás los ojos y te mordés los labios. El cuarto está oscuro, solo se escucha tu llanto y un agudo silencio.

16 jun 2011

Hasta que

"1. Sadismo es amor. 2. Masoquismo es ternura."
Manual Sadomasoporno, Alberto Laiseca


Llegué a Alberto Laiseca casi de casualidad. Apenas me mudé a esta casa, tenía pocos libros y mucho tiempo libre. Me sobraban las horas y sin pc o televisión, releí gran parte de mi biblioteca, pasé horas revolviendo en Parque Rivadavia y obtuve vía libre al cuarto de Nat, amiga y roomate que me concedió permiso para sacarle libros cuando quisiera. Uno de los primeros que le robé fue uno de cuentos, de Laiseca. Lo agarré porque tenía tamaño cartera y porque me entró curiosidad por el señor que contaba cuentos de terror los viernes a la noche en i-sat, antes de alguna de Carpenter.
La primera impresión fue de choque. Conflicto. Desagrado. Yendo en el Mitre a Vicente López, rodeada de estudiantes de la UCA, y con un cuento acerca de una especie de campo de concentración, dirigido por una adolescente perversa, que mantenía a su madre en una cucha, obligándola a vivir en cuatro patas y con una correa al cuello mientras que ella se cogía al padre (¿o era su padrastro?). Yo, sentadita con las piernas bien juntas, con mi ropita de oficinista y en camino a la multinacional, rodeada de niñitos bien de zona norte y leyendo los delirios de un viejo verde. Pero seguí. Seguí porque, en algún punto, me gustó saberme la única en ese vagón capaz de soportar la descripción de las escenas de humillación y degradación; Laiseca me hizo sentir especial, diferente, por eso seguí, porque soy narcisista. Durante el viaje de vuelta, continué leyendo, empezando a experimentar eso único, que sólo él supo transmitirme: la convergencia de la repulsión y la calentura, la posibilidad de una convivencia entre ambas cosas, la sorpresa ante tal integración. Dos sensaciones que no solía asociar, integradas.
No recuerdo el nombre del libro, ni de qué trataba el resto de los cuentos -misteriosos son los caminos de la represión-, pero sí sé que después de devolverlo a los estantes de Nat me pregunté, muy extrañada, casi incómoda, si esa excitación que había sentido al recrear escenas de sumisión no serían signo de algo más. Dejé la duda en pausa, preferí dedicarme a Lai desde lo puramente literario. Después, La hija de Keops, La mujer en la muralla, Las cuatro torres de Babel; mucha admiración, mucho respeto y, sobre todo, muchas ganas de abrazarlo.
Hasta que. Siempre hay un hasta que. En este caso: mi contacto con el propio deseo era chato, casi un cliché; una búsqueda disparada hacia la nada, sin un camino; un loop constante, un ping pong entre la neurosis y mis ganas de algo más. Hasta que Nat apareció con el Manual Sadomasoporno. Porque lo que yo siempre quise -y quiero- es amor. Y ese amor de manual es el más puro y respetuoso. Dedicado, delicado. El deseo al servicio del morbo, el contraste más placentero; un pellizco en el pezón seguido de la caricia más dulce. El romance fundiéndose en el dolor, liberándolo de sufrimiento. Comunión.


Lai vive muy cerca de casa. A veces, cuando voy a los chinos de la calle Guayaquil lo veo pararse encorvado frente a la góndola de vinos y cervezas. Lo espío y pongo en funcionamiento mis (nulos) poderes telepáticos. Le digo que muchas gracias por haberme ayudado a enfrentarme a lo que sólo me animaba a mirar de reojo y por haberme encaminado en mi búsqueda hacia ese algo más que tanto preciso y que cada vez siento más cerca. Pero el nunca mira para atrás, donde estoy yo, en ropa de dormir, con unos frasquitos de yogurt en la mano y una media sonrisa somnolienta.

11 jun 2011

Alrededor de Clarice

La Pasión según G. H de Clarice Lispector


Y otras noches se pregunta por qué no puede describir determinados gestos que transcurren en su vida. Pequeño e insignificante destello de mariposas en la palma de una mano, un ruido de monedas en el chanchito blindado o el fluir de unos dedos recorriendo un pentagrama. Lograr leer la unicidad y poderlo traducir. En papel.
Ese evento perfecto, fuera de la escritura, que curiosea por huellas en el barro y se encuentra con el cuerpo.  El cuerpo que lo piensa y lo recrea en su memoria, como ventana dorada a la luz de los acontecimientos.
Cómo describir aquello que no es, siendo eso que es. Cómo logra cuestionarlo y sobre todo, permitírselo.
Cada gesto descrito, en cada sensación traspapelada.
Son poemas hechos trizas, y diseminado por cada página escrita.

Tiene la virtud de la palabra fluida, esa danza que los tiempos del texto van caminando incluso por cada coma y exacerbación de la Letra Capital. Son sus tiempos urgentes, insurgentes en las modales de la literatura formal.
Sin embargo, ella logra volverlos, segundos de puro existencialismo. Presa del la desesperación de la quietud, puede describir  cada perfecto sentido de un gesto cotidiano. Sus párrafos son más bien lupas que fotografían un grano de arena y extrae con preciosa cirugía el néctar de la palabra. Arrastra cada letra a su esencia original. A ese reducido grupo de palabras que nacieron hechas así, redondeadas por la perfecta sintonía del contexto.
Clarice tiene la virtud de enloquecerse, anotando los síntomas de las emociones, contadas en caracteres preciosos de infinita belleza.
A veces tiene la fascinación de lograr sentir en la piel el olor de un símbolo, la textura escuchada en la voz de la angustia, el aroma encendido y el tiempo perdido.
Y otras noches se pregunta por qué no puede describir determinados gestos. 

9 jun 2011

¿Cuál es tu libro favorito?

Es la típica pregunta que nunca sé cómo contestar. No hay uno solo, hay, por lo menos, treinta. Pero si tengo que empezar a filtrar y a valorar desde diferentes ángulos, me quedo con un par. Levantad, carpinteros, la viga del tejado y Seymour: una introducción, de Salinger y El Maestro y Margarita, de Mijail Bulgakov.
Sobre Salinger hablaré en algún momento, estoy segura, pero ahora no; ahora quiero contarles de El Maestro y Margarita, que llegó a mí por casualidad hace muchos años, cuanto trabajaba en un call center con gente muy copada que me prestaba libros. Una de mis compañeras, Lina, me recomendaba autores y me traía libros que yo devoraba. Un día apareció con este de Bulgakov: tapa dura, linda edición. "Un ruso, pero diferente", dijo y lo dejó en mi box. Lo empecé ese día al salir del trabajo, en el subte. Casi me paso de estación. Así, con voracidad, le dediqué todo mi tiempo libre durante los días siguientes. Más allá del estilo de Bulgakov, de su manejo de la sátira, hay algo en El Maestro y Margarita que me hace volver a él una y otra vez; quizás es que de alguna manera, al reírme, me siento cómplice de sus protagonistas: el diablo y sus secuaces, de visita en Moscú durante un par de días para armar quilombo y marcar el destino de Margarita y El Maestro.
Nunca se lo devolví a Lina; primero, por colgada y después, porque renuncié (el que no se haya quedado con un libro ajeno, que tire la primera piedra). Cuando me mudé a casa no lo metí entre mis libros, no sé por qué, y lo di por perdido durante un par de años, hasta que un día, revolviendo papeles en lo de mi abuela, lo vi. El reencuentro. El abrazo. La alegría. La emoción de saber que tenía un libro casi imposible de conseguir, por el que me ofrecieron plata y del que no me desprendería por nada. Mi tesoro. My precious, con voz de Gollum.
Y yo, que me sentía tan especial con mi librito inhallable, hoy me entero de que Debolsillo lo editó y ya se consigue en librerías. Así que vayan, cómprenlo, porque vale la pena. En un acto de generosidad, les ofrezco la oportunidad de descubrirlo y maravillarse. Aunque ya no pueda hacerme la canchera al alardear sobre mi libro misterioso e inaccesible, hay que hacer lo que hay que hacer.
No sé, yo que ustedes, no me dejaría estar.

30 may 2011

Vibra

"Pablo tenía muy clara la frontera entre las sombras y la luz, y jamás mezclaba una cosa, una sola dosis de cada cosa, con la otra, la serena placidez de nuestra vida cotidiana.

Con él era muy fácil atravesar la raya y regresar sana y salva al otro lado, caminar por la cuerda floja era fácil, mientras él estaba allí, sosteniéndome."



Las Edades de Lulú, Almudena Grandes


Un día, en séptimo grado, una compañera me contó en el recreo que había enganchado en cable una película que la había dejado medio trastornada, Las edades de Lulú. Me hizo un minucioso relato de un par de escenas, que me contagiaron el trastorno. Trastorno hormonal, trastorno de tener casi 13 años y haber (re)descubierto la masturbación hace muy poco, trastorno vergonzoso y lleno de pudor. No entendía por qué la piba esta me estaba contando todo eso a mí, como si tuviera que exorcizarse de algún modo, como si esas imágenes necesitaran ser contadas; pero tampoco quería dejar de escucharla, se me hacía la mejor historia jamás contada. El recreo se terminó, volví al aula con la cabeza explotándome de palabras, todavía me era imposible escenificarlas.


Un par de años después, fui yo quien la enganchó en el cable. La primera vez de Lulú (odio la expresión "la primera vez"; como si hubiera una sola primera vez. En este momento, sin indagar demasiado, se me ocurren, al menos, cuatro). Justo llegó mi abuela y tuve que cambiar. La cabeza me volvió a explotar.


Hace un par de semanas, compré Las Edades de Lulú, de Almudena Grandes; edición Maxi de Tusquets. Lo empecé este martes que pasó, arriba de un 36 semi vacío, sentada en uno de los asientos de atrás. Para cuando estaba llegando a casa, el motor vibrando debajo de mí estaba haciendo estragos en mi intento de mantener la compostura. A diferencia de Millet, Grandes tiene la capacidad de contar una historia, ser sensible y calentar, calentar mucho.


Este hombre atractivo, apasionado, perverso, insondable, Pablo, que pareciera digitar cada movimiento de Lulú, me hizo recordar a cada uno de esos hombres que fueron una "primera vez" mía. El primero que me cogió, el primero que me dijo que me quería, el primero que me hizo correr peligro al traspasar un límite, el primero que me estimuló a convertir el deseo en escritura. Si a todos ellos pudiera juntarlos y convertirlos en uno solo, sería muy parecido a Pablo. Así que durante un par de días envidié mucho a Lulú, porque ella los tenía a todos en uno; pero el viernes me di cuenta, qué boba, ¿cómo permitirme la envidia? Cuánta ingratitud la mía. Esa misma noche, antes de ir a dormir, imaginé una bacanal con todos esos que fueron primeros en algo y dormí plácidamente durante unas cuantas horas.

26 may 2011

Catherine, no me movés ni un pelo

La vida sexual de Catherine M., decía la portada del libro y yo asumí que iba a ser una lectura que estimularía las porciones más calenturientas de mi mente. No podía fallar: de Anagrama y con la foto de una mina en tetas en la cubierta. Leí la contratapa rapidito y ahí me enteré de que la vida sexual era la de Catherine Millet, una francesa que hace algo relacionado con el arte, ya no recuerdo qué. Mejor, pensé, no sólo era una vida sexual, sino una vida sexual y real. Averigüé precio y compré.
La mina arma capítulos desde los cuales aborda sus experiencias sexuales desde diferentes ángulos: el número, el espacio, blabla. O sea, no es una novela, no hay mucho relato; más que una crónica, es una especie de lista amorfa de tipos que se la enfiestaron. No hay belleza, no hay sentimiento, no hay poesía, no hay vuelo; no hay nada. El libro es un embole épico. No sé cómo será ella en la cama, pero si es como escribe, es el arquetipo de la muertita.
De más está decir que no me calentó ni los pies. Lo dejé unas 30 páginas antes de terminar, después de bancarme la mirada desaprobadora de varias viejas a lo largo de diferentes viajes en bondi.
Calculo que la editaron en su país porque debe ser un personaje conocido en ciertos círculos y también entiendo que se haya editado en Anagrama porque Europa es un pañuelo; lo que no me entra en la cabeza es por qué a alguien se le ocurrió que podía llegar a gustar acá, en Argentina. Aunque ahora que lo pienso, entiendo. Son las tetas en la tapa.

21 may 2011

Lectura en la tarde

A través de la ventana del living, podía ver a la tarde recostándose sobre el jardín verde e iluminado. Los penachos de pasto brillaban en sus puntas y parecían cristales aflorando desde el suelo. Algunos troncos, sinusoidales, multiplicaban las ramas en sus copas y emitían destellos multicolores. Yo me sentía contenido en ese recuadro de madera, mármol, hormigón y ladrillos, me sentía acomodado y sobrecogido, tremendamente solo y angustiado. Reflexioné en mí. Vi que mi soledad no significaba carecer de próximos con quien compartir, sino que mi soledad era un mar que se extendía desde y hacia fuera de mi cuerpo, llenándolo todo con una tranquilidad serena y azulada. Swedemborg, al exponer la estructura orgánica de los ángeles, afirma que la exaltación continua e indefinida de la gloria divina sería irresistible y que en rigor de verdad el Ser experimenta estados de euforia y depresión.



Me senté en el sillón. Tomé el libro que estaba sobre la mesita coqueta y pequeña, de rectangular fisonomía, y me recosté pesado, abatido. Quizás quería salir al jardín y ver la tarde, quizás quería encontrar en los laberintos asfálticos de la ciudad la palabra que me reconfortara, la ansiedad del desencuentro, el abrazo prometido, mis dedos en los dedos. Quizás ya estaba fuera, recorriéndome a mi, quizás era fantástico y continuaba en el sillón.



Abrí el libro en cualquier parte. Allí había letras, espacios vacíos y un número ¿Qué tan diferente era esa página a la hoja del árbol que se mecía en el aire sin nombre? ¿Qué tan distinto era yo a cada sentimiento de cada pensamiento de cada palabra que leía? ¿Estaba sentado, leyendo, o estaba escribiéndome a mí desde un prado lejano? Absorto en la lectura era un río en el río. Los caracteres se deformaban y ahora formaban un fluido oscuro y continuo. La tarde era noche y en la noche el rocío ya era la tormenta que arreciaba de a relámpagos. Los destellos blancos teñían el salón de un nácar profundo. El Sol, la diversidad de paisaje, la prolija disposición y el orden de los muebles, el método, mi método, tu voz, se habían eclipsado y finalmente diluido. Mi razón y mi sentir no importaban, ayer y mañana no tenían sentido, la culpa, la pena, el encanto del placer o el armónico delirio eran lo mismo, yo solo era… y fluía.

20 may 2011

Resulta que...

...me encantaría que todos fuéramos adeptos a la narrativa contemporánea norteamericana; pero no. Tuve que entender que a las señoras sesentonas les caben los romances truculentos con escenas de sexo absolutamente innecesarias (Florencia Bonelli, apestás); que los señores que se acaban de jubilar devoran policiales o thrillers judiciales; que muchas de las recién divorciadas buscan autoayudarse de forma casi desesperada (sí, a vos te hablo, que te quejás porque el libro de lengua y literatura de tu hijo sale 57 pesos pero desembolsás los 125 que vale El Secreto con una sonrisa); que gran cantidad de los muchachos que estudian alguna de las ciencias sociales adoran a Eduardo Galeano y que algunas adolescentes de uniforme se inician en la lectura porque quieren imaginarse al pibe hombre-lobo de la saga Crepúsculo en pelotas.
Al poco tiempo de empezar en la librería supe que para poder recomendar, tenía que tener una idea acerca de qué se trataba el libro, aunque no tuviera intenciones de leerlo. Dediqué tardes enteras a revisar contratapas, solapas, reseñas y sinopsis. Todos los viernes mi jefe trae los suplementos culturales de los diarios y, mientras él se va al banco, hago un repaso de las novedades. Hace poco me di cuenta de algo: esas reseñas no me venden NADA. Son técnicas, distantes, contextualizan desde un lugar elitista.
Digo, cuando leo algo, y me gusta -o no- mi reacción y respuesta son apasionadas. Quizás no me refiera a las dotes estilísticas del escritor en cuestión, o no tenga en cuenta su valor potencial para el canon occidental; el discurso es otro, lleno de gestos, exclamaciones y exabruptos. Si una lectura me atraviesa -para bien o para mal- no puedo tener una visión objetiva, no me interesa. ¿Para qué quiero ser objetiva? No hay cosa más hermosa que ser una con el texto.
Este blog es eso: la experiencia como lector; sacar el foco por un rato del argumento de la novela para contar qué le pasa a uno mientras lee. Compartir cualquier reflexión o sensación, porque es eso lo que a uno le genera ganas de leer cuando lo escucha de la boca del otro.
Eso es la lectura para mí, una sensación en el cuerpo, una mirada de asombro, una carcajada que se escapa en un 141 repleto de gente, un llanto solapado para que el de la mesa de enfrente en un bar no se de cuenta, un abrazo al libro al terminar de leerlo. Y sé que no soy la única. Que para muchos, el acto de leer está investido de significaciones particularísimas que hacen que el proceso en sí se vuelva orgánico y placentero.
Que la lectura transforme, trascienda. Que se convierta en texto. Eso quiero.